A la mañana siguiente, no se presentaron. Estuve leyendo hasta terminar "La muerte de las catedrales", un librito delicioso de M. Proust cargado de poesía romántica, en el sentido natural de la palabra; lo que hizo que la mañana volara para encontrarse con la tarde. Sí, ya era tarde, demasiado tarde para que aparecieran los dos jubilados que llenaban la muda relación de cada día, y empecé a preocuparme porque nunca antes habían faltado a esta cita no declarada en el paseo.
Me dio por pensar que quizás habían ido al ambulatorio para que les renovaran la medicación crónica que los animaba a salir de casa y a su vez les producía la desgana de comunicarse verbalmente con un mundo que apenas les importaba, porque toda medicina tiene sus efectos adversos. También podría ser que les visitase uno de sus hijos por sorpresa, con algo que celebrar y los hubiera llevado en coche a pasar el día fuera de la ciudad.
Sentí una ráfaga fría en el costado. No sé si se debía a la incertidumbre, que siempre nos pone en el peor de los casos, o a la ausencia manifiesta en su parte del banco; pero se disparó un resorte en mi interior que hizo saltar la alarma.
La rutina, no se rompe así, bruscamente, dejando de hacer lo que siempre se ha hecho, sino paulatinamente, distanciando en el tiempo las visitas al banco del paseo, hasta ir acostumbrándose a otro sitio mejor. Por eso regresé al día siguiente y al siguiente, pensando que podía ser una ausencia temporal y pronto volvería a verlos. Pero pasó un mes entero sin que aparecieran.
Una mañana más de la recién estrenada primavera, vi una figura en el banco con una chaqueta de Tweed azul y los zapatos desgastados. Lo reconocí inmediatamente, aunque había olvidado la corbata y aparentaba ser más joven; y me senté a su lado. Estuve a punto de preguntarle: "¿No falta alguien entre nosotros dos?", pero el disparador automático me alertó a tiempo, porque la pregunta podía ser improcedente.
Así pasó la mañana, en silencio, sentados uno al lado de otro y otras muchas mañanas, hasta el día en que conocí a una mujer que me hizo olvidar todas las excéntricas costumbres que había adquirido día a día.
Muchos años más tarde quise llevarla a mi banco del paseo y contarla todo esto, aún sabiendo que no podía escucharme ni replicar a mis recuerdos. porque nunca oyó nada y desde que nació no había pronunciado una sola palabra.
Ahora acudimos cada mañana ella y yo al banco del paseo, donde parece disfrutar del silencio y no me hacen falta palabras para decirle que la quiero.
A veces llega un muchacho con un libro y se sienta a nuestro lado.