viernes, 28 de febrero de 2014

Paco de Lucía



El Maestro que abrió nuevos caminos a la música y a la guitarra, se fue del mundo mientras jugaba en la playa con los niños. Por encima de su genio, era un hombre generoso y humilde con los suyos, y respetuoso con otros músicos, que aceptaba bien las críticas de sus hermanos pero nunca criticó él a nadie más que a sí mismo.
Siendo él el más grande, decía aprender de los que improvisaban notas de jazz, respetando sus turnos y aportando su magistral genio en todos los conciertos. Siempre en el tono, siempre bonito, con el buen gusto en todas sus manifestaciones artísticas que le hace único.
Sigue tocando maestro, por toda la eternidad!. Que tu guitarra se escuche en el universo!.
Has sabido morir joven, como los grandes; después de sortear los peligros que la vida puso en tu camino y otros muy cercanos, no pudieron evitar.
Te echarán de menos las flores que cuidabas en tu jardín y los peces que burlaban tus anzuelos, tu guitarra huérfana y los oídos ansiosos que esperaban impacientes las notas que fluían de tus dedos vertiginosos.
Hoy la música luce un crespón negro.






sábado, 22 de febrero de 2014

Después de la Muerte





Murió ayer, de repente, le quedaron los ojos abiertos, los ojos de un muerto, fijos, como atrapando la última visión que se llevó de éste mundo, posiblemente la imagen del techo de la alcoba, con la polvorienta araña de cristal suspendida sobre la cama. Hubiera querido llevarse un amplio paisaje, con la niebla del último suspiro encaramándose sobre los azules montes lejanos, pero la muerte llegó con prisas, sin darle tiempo a elegir la última imagen.
Quizás ayer, cuando aún respiraba, no pudo imaginar que no vería éste día lluvioso que hoy envuelve a los supervivientes.
Hoy ya no está, no volverá a ver jamás los anchos campos regados por la lluvia, ni el sol eterno que cada mañana acude a su cita con la mitad de la tierra, por el lejano horizonte tan antiguo como el sueño de los muertos; pero él ya ha visto tantos días y tantas nubes grises y ha jugado bajo la lluvia tantas veces, que ya no le importa que otros disfruten o se amarguen en éstos días grises.
Le hubiera gustado ver una vez más, la vida en los ojos de la niña, en la niña de sus ojos, la mirada azul como el Danubio que siempre le arropaba, pero la niña llegó demasiado tarde, y solo vio una caja de madera oscura, mientras en el carillón retumbaban las doce.
La niña pensó en el tiempo, en el reloj de la vida que cada uno llevamos dentro, y que se había detenido para unos, y para otros seguía corriendo.
Los ojos de la niña se llenaron de rocío, que no es el llanto por lo perdido, sino las lágrimas por los que aún quedan vivos.

viernes, 21 de febrero de 2014

AQUEL

Aquel que quiso saber de donde viene el invierno, olvidó llevar consigo el viejo zurrón negro, donde guardara la brújula y el sextante y los gráficos de isobaras que dibujó con esmero.
Aquel que diseñó su camino para que lo llevara muy lejos, ahora estaba perdido en un páramo desierto. Por las noches tiritaba entre el calor de los sueños, que lo llevaban al nido confortable del recuerdo.
Aquel que encontró en las estrellas la guía para el regreso, raptado por el orgullo, apartó de sí ese deseo. Pasaba los días enteros a la deriva de los senderos que otros pasos trazaron para llegar a otros puertos.
Aquel, que nunca quiso saber lo que es el arrepentimiento, halló sus propias huellas en un recodo del viento.
Curioso se preguntaba si mereció tanto esfuerzo, para volver a encontrarse por donde pasó hace tiempo, por aquel camino desierto, sabíendo que nunca se repite dos veces el mismo descubrimiento.

Aquel que naufragó en sus adentros, en una balsa de cemento, fue el único superviviente que pudo encontrar la llegada del invierno.

jueves, 20 de febrero de 2014

ESE





No soy yo al que me refiero, porque todo me lo invento.
Escribo lo que me dicta la inconsciencia de ser lo que yo siento.
Harto de leer vidas ajenas, novelones, o poemas inconexos,, ahora busco la armonía entre lo concreto y lo incierto, en un reducido mundo de curiosos objetos, entre sus formas y apariencia, pongamos por ejemplo que tengo sobre la mesa un ventilador viejo, un casco de guerra emplumado y un tintero. Cosas redondeadas sin aristas agresivas, anacrónicas, pero en cada una habita un cuento. Quizás al casco alcanzó la sangre resecada por el tiempo, y desfiló victorioso y arrogante ante señores y ateos. El ventilador cambió de aires las sofocantes tardes de estío, hasta que el niño, entre sus aspas, metió el dedo y se llevó la sangre pegada como en el casco de acero, Y qué decir del tintero, que aún conserva manchas de tinta tan secas como la sangre de las letras que de él salieron.
Cosas tan diferentes, ¿qué pueden tener en común? el cuento, la sangre o lo seco...las tres están al alcance de mi mano, que puede soportar su peso, moviendo tales objetos del espacio que ocupan para llenarlo de aire fresco.
Empujado por el recuerdo, busco la página de un libro sobre la que un día he llorado y me detengo ante el retrato de un rey disfrazado con bordados y la risa ante lo ridículo de su aspecto pusilánime, me hace olvidar lo buscado, como cuando vas al diccionario a encontrar un significado y otra palabra te detiene y su embrujo descastado te lleva hacia otro mundo que no habías imaginado.

Así transcurrió la jornada, de ese al que me refiero, entre cascos, libros y tinteros, que por no ser yo, no puedo decir lo que hizo con un ventilador tan viejo.

jueves, 13 de febrero de 2014

Coulrofobia

Hacía tiempo que no oía llorar a un niño, al menos así, como hoy, de una manera tan desesperada y tan insistente. Puede ser que le asustara mi aspecto extravagante, diferente a lo que el niño estaba acostumbrado, pero que en su caso, había cambiado la capacidad de sorprenderse o el asombro de los otros niños, por un pánico irracional hacia lo desconocido, lo que se conoce por fobia.
Había oído hablar de la coulrofobia (terror hacia los payasos), pero nunca se me había presentado un caso manifiesto como éste. Dicen los expertos que puede ser producida ante la visión del exceso de maquillaje y el pelo de colores de los payasos americanos, pero yo no uso pelucas y rara vez me pinto la cara. Quizás también por el recuerdo de películas de terror en las que el asesino se disfrazaba de payaso, como en la novela "It" de Stephen King, sobre la que hicieron una película terrorífica, o la estúpida producción de Alex de la Iglesia "Balada triste de trompeta".
Nunca sabré lo que causaba ese escandaloso pánico en el cerebro del niño pero dudo mucho que supiera la historia de John Wayne Gacy, el asesino en serie, sentenciado a 21 cadenas perpetuas y a 12 penas de muerte, que se disfrazaba de payaso y hacía fiestas infantiles cuando no estaba matando adolescentes, y que tras descubrirse 33 cadáveres de chicos, entre 9 y 20 años, en el jardín de su casa, fue condenado y ejecutado en 1994.
Quizás la terapia más acertada para la coulrofobia sea enfrentarse a un verdadero payaso, como hizo Charlie Rivel ante un niño que berreaba desconsoladamente y también él se puso a llorar hasta que se calmó el niño, y desde ese día, llevó siempre ese llanto, tan característico del payaso, a todos sus espectáculos.
En mi caso, tuve la suerte de que la madre sacara al niño antes de que arruinara mi actuación, pero también podría ser que el niño tuviera hambre o sueño y todo esto acerca de su posible coulrofobia no sea más que una especulación mía.

sábado, 8 de febrero de 2014

Disparador automático (3)






A la mañana siguiente, no se presentaron. Estuve leyendo hasta terminar "La muerte de las catedrales", un librito delicioso de M. Proust cargado de poesía romántica, en el sentido natural de la palabra; lo que hizo que la mañana volara para encontrarse con la tarde. Sí, ya era tarde, demasiado tarde para que aparecieran los dos jubilados que llenaban la muda relación de cada día, y empecé a preocuparme porque nunca antes habían faltado a esta cita no declarada en el paseo.
Me dio por pensar que quizás habían ido al ambulatorio para que les renovaran la medicación crónica que los animaba a salir de casa y a su vez les producía la desgana de comunicarse verbalmente con un mundo que apenas les importaba, porque toda medicina tiene sus efectos adversos. También podría ser que les visitase uno de sus hijos por sorpresa, con algo que celebrar y los hubiera llevado en coche a pasar el día fuera de la ciudad.
Sentí una ráfaga fría en el costado. No sé si se debía a la incertidumbre, que siempre nos pone en el peor de los casos, o a la ausencia manifiesta en su parte del banco; pero se disparó un resorte en mi interior que hizo saltar la alarma.
La rutina, no se rompe así, bruscamente, dejando de hacer lo que siempre se ha hecho, sino paulatinamente, distanciando en el tiempo las visitas al banco del paseo, hasta ir acostumbrándose a otro sitio mejor. Por eso regresé al día siguiente y al siguiente, pensando que podía ser una ausencia temporal y pronto volvería a verlos. Pero pasó un mes entero sin que aparecieran.
Una mañana más de la recién estrenada primavera, vi una figura en el banco con una chaqueta de Tweed azul y los zapatos desgastados. Lo reconocí inmediatamente, aunque había olvidado la corbata y aparentaba ser más joven; y me senté a su lado. Estuve a punto de preguntarle: "¿No falta alguien entre nosotros dos?", pero el disparador automático me alertó a tiempo, porque la pregunta podía ser improcedente.
Así pasó la mañana, en silencio, sentados uno al lado de otro y otras muchas mañanas, hasta el día en que conocí a una mujer que me hizo olvidar todas las excéntricas costumbres que había adquirido día a día.
Muchos años más tarde quise llevarla a mi banco del paseo y contarla todo esto, aún sabiendo que no podía escucharme ni replicar a mis recuerdos. porque nunca oyó nada y desde que nació no había pronunciado una sola palabra.
Ahora acudimos cada mañana ella y yo al banco del paseo, donde parece disfrutar del silencio y no me hacen falta palabras para decirle que la quiero.

A veces llega un muchacho con un libro y se sienta a nuestro lado.

jueves, 6 de febrero de 2014

Disparador automático (2)





Podría haberles saludado, al verlos llegar al banco de cada día, "Buenos días, ¿se retrasan ustedes hoy o es que yo me he adelantado?". pero el silencio era nuestro cómplice.
Más que cierta simpatía por la pareja de ancianos con los que frecuentemente coincidía, sentía cierta empatía, debido quizás al banco compartido en el instante, que a pesar de la diferencia de edades, nos hacía contemporáneos, y esa proximidad nos daba la confianza necesaria para que el silencio no molestara.
El viejo en ocasiones repetía el traje pero no así la corbata, que a veces combinaba con una americana de tweed que le daba un aspecto más joven y deportivo. Sin embargo a ella nunca le vi dos veces con el mismo atuendo. Me preguntaba si tendría un modelo para cada día y 365 pares de zapatos y cuales serían las dimensiones de su vestidor. De esto se deducía que si no eran ricos, al menos estaban bien acomodados. También los buenos modales y la deferencia con la esposa de aquel hombre, dejaban pensar en una buena educación recibida y cierta cultura.
Yo acudía cada día a ese lugar, como si tuviese una cita con estas personas, de las que no conocía nada más que su apariencia física, pero que habían logrado desinteresarme por el resto, que la indolencia había convertido en meros decorados.
Cruzó por delante del banco un rebaño de chicas, en edad de merecer, desear y recibir, que hubiera pasado inadvertido de no ser por la risa explosiva de una de ellas que alborotaba a las demás, aunque sonaba a falsa risa de lo exagerada y rematada en una especie de hipo equino. Volví la cabeza para comprobar el efecto de la juventud en la vejez de mis compañeros, pero no vi ningún gesto de desaprobación, al contrario, había un rictus de benevolencia en el rostro levemente maquillado de la anciana, que le hacía redondear las mejillas, a lo que el hombre respondió con una tierna mirada que llenó el vacío de sus ojos grises.
No sé si el conocimiento y la experiencia aumentan la tolerancia o es la costumbre que convierte al hombre en conservador, amante de lo familiar y desconfiado con lo que suponga un cambio, o todo esto forma parte de la esencia humana dirigida por el temor a lo desconocido. Pero a mis compañeros del paseo, parecía importarles muy poco todo lo que sucediera fuera de ellos. Se tenían el uno al otro y me costaba imaginar que se acostaran y se levantasen juntos cada día, que hicieran sus abluciones en el mismo cuarto de baño y se arreglaran dispuestos para salir cada mañana hasta éste banco del paseo para ver pasar la vida como quien se asoma a la ventana.



Disparador automático (1)





No es una opción de la cámara fotográfica ni el sistema de un arma de repetición. El disparador automático al que me refiero, es un resorte que salta desde dentro, ajeno a la voluntad, cuando algo nos emociona profundamente o nos repugna, y nos hace tomar decisiones insospechadas, como un acto reflejo pero que puede llevar a graves consecuencias.
Regresé a mi banco del paseo con la esperanza de volver a ver a mis desconocidos compañeros de puesto. La silenciosa pareja de ancianos con la que nunca crucé una palabra pero nos dábamos alternativamente el relevo en ese precioso rincón del mundo.
Más de una vez hice ademán de saludarlos con la cabeza, con un gesto amable de complicidad pero solo tuve la respuesta en del vacío de su mirada.
Por un momento se me apareció la imagen de J.L. Borges sentado en un banco del parque junto a un joven que resultó ser él mismo y con el que mantuvo un intenso diálogo interior, como narra en "El libro de arena", y me preguntaba si ese anciano que acude a éste paseo cada día, pudiera ser yo mismo dentro de unos cuantos años. La idea, me fascinaba y me aterraba al mismo tiempo. Hasta entonces nunca me imaginé cómo sería yo de viejo, ni que aspecto tendría, o si estaría acompañado en el crepúsculo de la vida; pero no quisiera que así fuera. Uno cree que conservará la disposición y las energías de ahora para siempre y que la vejez está más lejana que la muerte.

Una mañana luminosa y azul, con una leve brisa que hacía temblar las hojas enracimadas de las acacias, cuando llegué al paseo a mi hora, vi que aún seguían sentados los dos eméritos en el banco y esta vez decidí sentarme a su lado sin necesidad de que se apartaran, porque habían dejado suficiente espacio para un tercero; como si me esperasen.
Abrí al azar "El libro del desasosiego" de Pessoa, que entonces me acompañaba y leí, sobre la autobiografía de Bernardo Soares - personaje ficticio del libro-: "...no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad..." y levanté la cabeza del libro, tratando de asimilar lo leído con la situación, como una gallina que acabara de tragar un grano de trigo, y en el gesto se cruzó mi mirada con los ojos grises y oscuros de aquel hombre, por primera vez.

miércoles, 5 de febrero de 2014

el banco








Como ya era costumbre, volví al paseo a la hora en que discurre la vida.
Me dirigí a mi puesto de vigía, desde el que contemplaba el trasiego de paseantes y peatones con prisas, pero el banco estaba ocupado por la misma pareja de jubilados que se sentó a mi lado hace unos días.
Para no repetir la escena, apresuré el paso para pasar de largo, cuando vi que el hombre se incorporaba torpemente ayudando a la mujer a levantarse. Me detuve a cierta distancia y saqué el teléfono simulando una llamada, esperando que  dejaran el banco libre y observé a la pareja con más detenimiento mientras se marchaban.
Los dos iban correctamente vestidos. Él con un traje clásico, pero no muy anticuado y unos zapatos negros de cordones, algo desgastados. Ella con una media melena cuidadosamente rizada, usaba pantalones a juego con una chaqueta de lana de tipo austriaco. No es que llamaran la atención con su atuendo, sino que me fijé especialmente para descartar la absurda idea de que habían permanecido ahí sentados todo el tiempo en que yo estuve ausente.
Cuando el banco estuvo despejado, tomé posesión de mi sitio mientras la pareja se alejaba lentamente.
Me acomodé como una cigüeña en su nido, desde donde todo lo que veía me resultaba familiar, el panorama del paseo con las acacias rugosas, la antigua librería de enfrente que apenas cambiaba el escaparate, la terraza del café bajo el toldo pardo que recogían en los días de viento. Pero quizás todo lo que se ofrecía a mis ojos y que casi consideraba como propio, en realidad no se exhibía para mi, para que yo fantaseara sobre el lugar y sus encantos, podía ser que la pareja de ancianos también hubiera elegido el mismo sitio y éste fuera "su banco" del paseo, el rincón donde se dieron el primer beso, hace ya tantos años, donde siempre acudían a recordar en silencio los viejos tiempos, desde el sitio en que se conocieron. Porque el paseo poco había cambiado, como lo atestiguan los frondosos árboles alineados. Por un instante sentí que profanaba su altar o su templo con mi presuntuosa presencia, pero por otra parte, el banco era el vínculo que me unía a ellos.
Era extraño que no hubiéramos coincidido más veces, pero se puede explicar con un cambio de horario en el disfrute del banco que como hoy, nos llevara a un relevo. Por la curiosidad innata que siempre me acompaña, quise saber más acerca de la pareja y decidí repetir con más frecuencia los momentos en el banco del paseo.

domingo, 2 de febrero de 2014

En el paseo




Hacía tiempo que no lo hacía. Pero volví a sentarme en el banco del paseo a imaginar la vida de los transeúntes que pasaban delante. Un pasatiempo entretenido que aviva la imaginación y me ponía en contacto con el mundo. Lo curioso es que con el paso de los años solo hayan cambiado las modas, y ni siquiera eso, porque parece que se repiten; la moda nace caducada.
Pasan unos estudiantes que no usaron una camisa desde que hicieron la primera comunión. Sobre las camisetas caras, por las marcas y la publicidad que lucen, llevan en bandolera bolsos que alivian la carga de los pantalones que se caen ya por su propio peso a mitad de las nalgas.
En la otra dirección, se apresura una joven haciendo que habla por teléfono para espantar el terror a la vida.
Unos inmigrantes deambulan ociosos discutiendo en lenguas extrañas y no podía faltar, a esas horas en que la mañana se confunde con la tarde, el camarero en su día libre, que aprovecha para hacer gestiones de bancos y papeles.
A paso lento se acerca un matrimonio a mi banco que me saca de mi nube y me obliga a desplazarme para hacerles sitio. Ya nada era lo mismo. Tuve que emplear el disimulo, como si esperara a alguien o hiciese tiempo para ir a alguna parte. Además su silencio resultaba inquietante. Debían de llevar juntos muchos años y parecía que en algún momento de sus vidas  se habían querido, pero ya se lo habían dicho todo y no tenían nada nuevo que contarse. Quizás se conocían demasiado para suponer la reacción del otro, en el caso de que uno hablase, y el silencio era la mejor forma de evitar las consabidas discusiones que acarrean las palabras y las afirmaciones. Habían compartido felizmente los malos tiempos de trabajo duro, frío en casa y comida escasa, cuando había algo por lo que luchar y que al llegar la jubilación todo eso hubiera desaparecido, como desaparecieron los hijos que tuvieron, demasiado ocupados en continuar con la estirpe o estresados por mantener un trabajo que se extingue.
Ambos miraban al vacío o el vacío se había instalado en sus miradas perdidas que atravesaban  el trasiego de viandantes como si hubieran perdido la esperanza de encontrarse con un conocido que les saludara.
Yo empezaba a sentirme incómodo al lado de la mujer encogida, aunque por el rabillo del ojo, podía observar, por encima de su cabeza, la gélida inmovilidad de su marido. No me sentía dispuesto a empezar una absurda conversación con dos estatuas mientras el paseo bullía de vida y acción, y decidí levantarme y seguir mi camino a ninguna parte.