sábado, 12 de julio de 2014

Igualados (I)

La vieja estación esperaba el primer tren del día, antes del amanecer. Un desconocido dormía bajo un sombrero de fieltro a su lado, porque ya no quedaban asientos libres en la sala de espera. Martín aún mantenía los ojos abiertos a pesar del cansancio y la interminable espera por el retraso inexplicable del tren, que hacía que se amontonasen los viajeros con los que pretendían subir al siguiente expreso.
Martín vio a una anciana que trataba de sentarse en el suelo a duras penas ayudada por una mujer cargada de maletas y le cedió su asiento; la más joven, que podría ser su hija, se lo agradeció con la mirada y se sentó en el suelo al lado de su madre. Un grupo de jóvenes universitarios hablaban en voz baja apoyados en la cristalera que separaba la sala de los andenes. Las puertas automáticas permanecían abiertas debido al trasiego constante de viajeros que salían y entraban hacia las vías.
Martín avanzó entre la gente hacia el primer andén desde donde se podía respirar el aire acre de betún de la noche. Levantó la vista hacia la ranura de cielo entre las cubiertas de los andenes y vio cuatro estrellas trasnochadoras, las últimas en despedirse de la madrugada, que avanzaba inexorable.

Hacía diecisiete años que Martín no visitaba a su familia en Lviv, en el oeste de Ucrania, desde que fue a estudiar a Salzburgo, donde se graduó en el conservatorio superior y posteriormente alcanzó una plaza de violinista en la orquesta sinfónica de Innsbruck. Ahora, estaba preocupado por la guerra, cuando le avisaron de la muerte de sus padres en los primeros días de la revuelta, y decidió regresar a casa de sus abuelos, pero no encontrando un vuelo para ese día por motivos de estrategia militar, decidió viajar en tren a Budapest y desde allí tomar el interail a Lviv.
Por fin llegó silencioso el tren con destino a Budapest, desprendiendo un fuerte olor a bobinas recalentadas y una avalancha humana se lanzó hacia los vagones más próximos. Martín consiguió abrirse paso hasta su coche cama.Tenía veinticinco horas de viaje por delante y apenas había dormido la última noche en Innsbruck.
Compartía vagón con un profesor de la facultad de ingeniería de Budapest que regresaba de un congreso y con un comerciante judío que emanaba un cierto aroma a perfume barato. La litera superior estaba ocupada por un hombre que roncaba, pero Martín cayó rendido en su cama cuando la claridad de la mañana se abría paso sobre el perfil de los montes del este.
El transbordo en Hungría fue rápido a pesar de los trámites en los puestos de control de la inmigración y pronto Martín estuvo a bordo del interail que le llevaría a su tierra natal en Ucrania.
Se preguntaba cómo habría cambiado Lviv en su ausencia y qué es lo que le esperaba, cómo estarían sus abuelos después de haber perdido a su hija y su yerno en la guerra, y si le reconocerían después de tantos años...

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